Encarna María Toral

Encarna María Toral

Permiso para ser yo

julio 18, 2020
Testimonio escrito por Marina No fui consciente de ser diferente al resto hasta prácticamente la adolescencia. Podría decir que me sentía como un turista en una ciudad desconocida, sin plano ni proyecto de viaje.
Asperger y autismo femenino

En mi etapa preescolar, recuerdo en el parque. Recuerdo estar rodeada de otros niños, todos realizando una actividad similar. A esa edad la interacción carece de normas, sin un objetivo más allá de hacer castillos de arena.

NO recuerdo grandes sobrecargas sensoriales, aunque sí cierta afinidad por algunos estímulos concretos. La sensación del agua, de la tierra granulada. Recuerdo el apego a ciertos juguetes. La sensación de accionar la palanca, una y otra vez. Una presión opuesta a la fuerza que ejercía bajo mi dedo desaparecía gradualmente hasta accionar el dispositivo. Una sensación similar a la que noto hoy en día cuando acciono de forma compulsiva el dispositivo retráctil de un bolígrafo.

En mi casa tenía la sensación de normalidad, mis ganas de aprender reforzadas por el estímulo de mis padres. No presenté un retraso en la adquisición de mis habilidades verbales, mi madre más bien las calificaba por aquel entonces como avanzadas quizás. Un día empecé a hablar y prácticamente no paré hasta bastantes años más tarde. Tanto era así que lo hacía hasta con desconocidos, hablaba con todos y de todo.  Tuvieron que incidir bastante durante mi educación para que no hablara con desconocidos.

Las normas que me enseñaban se convertían en dogmas de conducta. Mi madre se convirtió en el ejemplo a imitar, me ponía su ropa, jugaba con su maquillaje, como cualquier otra niña.

Pero esa sensación de normalidad fue desapareciendo con los años.

Quizás era más rígida en mi comportamiento de lo que pudieran ser mis compañeros de juego. Quizás el juego no carecía de normas después de todo.  Quizás era más confiada que ellos. Quizás más crédula. Quizás el ruido me molestaba ligeramente más, tal vez, el zumbido que escuchaba de forma continua en casa  o en la sala de espera del pediatra no lo percibieran igual los demás. Tal vez mi forma de interactuar no era tan normal.

Tengo el recuerdo de un vestido que me compraron para un evento, y desde que pasó por mi cabeza hasta que fue retirado, recuerdo mantener una posición de espantapájaros, deseando arrancarlo de mi piel, una sensación de estropajo siendo restregado por cada terminación.  A veces sucedía con determinados tejidos.

Con el colegio mi situación cambió. Ya no era sólo el tiempo del parque, eran ocho horas seguidas rodeada de personas, con niños gritando, cambios de clase, cambios de salas. Me gustaba aprender, y lo hacía rápido.

Todavía no había cumplido los 6 años y empecé a percibir que quizás no era igual que mis compañeros. No identificaba el qué, pero existía algo ahí que me impedía acercarme del todo al resto de niños. Era un muro de cristal que me alejaba poco a poco de ellos. Empezó a ser difícil entender la dinámica del juego, la dinámica de grupo que se establecía en el recreo. Con 6 años empecé a sufrir el vacío y las burlas del resto, algo que me costó años identificar.

Yo hacía lo mismo que los demás, o eso creía. Pero eso no evitaba que ellos se rieran y yo no supiera la razón. No evitaba que realizaran juegos y no me permitieran participar, me convertí en el bufón involuntario del curso. Bufón, ya que era fuente de diversión ajena. Involuntario puesto que yo no era consciente de ello. Yo sólo quería jugar al escondite igual que ellos. Quería reírme igual que hacían ellos.  Metía la pata a menudo. Aseveraciones realizadas por mí eran percibidas como un insulto, cuando sólo intentaba constatar un hecho. Era afirmar que el cielo era azul y los demás interpretar que el azul era un color horrible que debía ser eliminado de la paleta. Algo fallaba en mi manera de transmitir, en la manera de relacionarme.

Con el paso de los años, fue empeorando.  El muro fue creciendo, cada vez era más difícil sentirme parte del mundo. Empecé a aislarme en el recreo, era más feliz inspeccionando las plantas que estando en un corralillo criticando a alguien, hasta que eso llamó la atención del profesorado, no socializaba lo suficiente con mis compañeros y fue cuando aprendí a fingir.

Aprendí a fingir que las bromas me hacían gracia, aunque yo fuera el objeto de ellas me reía. Aunque me apartaran del juego yo estaba allí cuando la atenta mirada del profesor que vigilaba en el recreo se dirigía a la zona en la que me encontraba. Después de todo yo era igual que ellos.

Las clases se hacían interminables, yo deseaba volver a mi casa desde que se iniciaban a primera hora de la mañana. Aunque no sabía la razón ya no se sentía bien ir a clase y mucho menos el recreo. Pero no se lo conté a mis padres. No se lo conté a nadie. Para mis profesores yo era la rara, el elemento incontrolable del grupo. Recuerdo cómo acogían bajo sus brazos a otras compañeras, hacían bromas con ellas, y a mi me ignoraban e incluso me apartaban.

Por qué decirle a nadie que hay algo que no funciona, si cuando sales por la puerta de clase y te recogen tus padres, el resto de compañeros se despide de ti con una sonrisa. Después de todo son amigos, toda la clase es amiga, os reís y jugáis en el recreo, ¿cierto?

No era buena en educación física, mi coordinación un elemento ausente en la ecuación. La natación era otro asunto, me encantaba y lo sigue haciendo. La sensación de ingravidez. Sumergirte entera bajo el agua y el ruido amortiguarse.

Cambié de colegio a los 8 años, por razones ajenas a esa situación. Aunque la idea de un colegio nuevo, con nuevos compañeros, nuevas clases y nuevas rutinas no me hizo tanta gracia como mi apariencia pudiera traslucir, lo afronté como una oportunidad. Tal vez ahora sería diferente.  Y lo fue durante un año.

Los baños se convirtieron en un refugio, al que acudía cuando la sensación de no ser contenida por mi propio cuerpo aparecía. Cuando la gente alrededor no se diferenciaba entre unos y otros, la luz se hacía tan intensa que dolía y el ruido me sobrepasaba. NO lo identificaba como sobrecarga, por aquel entonces no tenía nombre. Era una especie de batería que se iba cargando a lo largo del día de estímulos hasta que se hacía insoportable.

Cada vez dolía más ir al colegio, cada vez dolía más relacionarme. Cada vez dolía más todo. Dolían las confrontaciones en las que me quedaba muda y paralizada, incapaz de decir nada, sólo veía como hablaban sin parar y me sentía cada vez más atrapada.  Hasta que mi única salida era gritar, alto y fuerte, que me dejaran en paz y salir corriendo.

Mis amistades duraban siempre poco. Acababan y no sabía la razón. Cambié de 6º de primaria a 1º de la ESO, consideraba que el año anterior tenía bastantes amigos. Sin embargo el primer día resultó horripilante, pasamos de 2 clases a cuatro, mis compañeros ya no lo eran. Era un profesor diferente para cada clase. La mitad parecía hablar en lengua extranjera. Y me encontré sola, ninguno de mis amigos se acercaba a mí, ninguno quería hablar conmigo, a día de hoy todavía desconozco la razón.

¿Qué era tan diferente en mí que me impedía tener amigos como el resto? Me relacionaba mejor de uno a uno. EN los grupos mi atención se dispersaba. Resultándome difícil seguir la conversación, “¿el qué?” era mi frase más repetida.

Atrapada era el sentimiento que predominaba en esa época.  Las clases se hacían difíciles de seguir con el ruido que era constante.  Si tenías buenas calificaciones, te colocaban al final del aula, asegurándose con ello que me resultara más difícil seguirla.

A los once aprendí que la muerte no era sólo cosa de adultos, también podía suceder con alguien de mi edad. Una compañera falleció, se realizó una misa en su memoria. Mis compañeros, mis amigos hasta entonces, me acusaron de frialdad, de no sentir nada. Lo dijeron como si yo hubiera surgido de las llamas del infierno para llevarme sus pobres almas. Simplemente yo no mostraba externamente lo que sentía pero eso no me hacía insensible a ello.

Tan sólo no era como ellos. Y lo intenté, intenté serlo. Intenté ser como el resto, intenté vestir como ellos y comportarme como ellos. Tal vez si lo hacía me aceptarían. Pero a pesar de repetir las mismas frases y realizar los mismos gestos seguía sin ser exactamente igual.

La agresión verbal en algún punto intentó volverse física, pero eso sí lo entendía, eso era algo tangible a lo que me podía enfrentar.

Empecé a experimentar ansiedad y depresión y también a asistir a distintos  psicólogos. Me decían que era más madura para mi edad, más introvertida, que no me preocupara que eso pasaba con la edad, que cuando empezara en un ambiente más adulto y maduro, poco a poco vería como desaparecería. Que eso le había pasado a tal y cual y que en la universidad mejoró, por lo que fue un alivio acabar el colegio.

La universidad no mejoró la situación. Las amistades por mucho que intentaba profundizar en ellas eran meramente superficiales. No me entendían y yo no las entendía a ellas. Salir de fiesta era una tortura. Música elevada, cuerpos rozándose, temperatura ambiente variable, luces brillantes, me sentía mareada, me sentía fuera de mi piel. Las clases insoportables, profesores escupiendo su lección. El proyector digital parpadeando sobre la pared blanca, las luces fluorescentes del techo sin parar de parpadear y “crujir”. Tener que ir con una grabadora para luego en mi casa con tranquilidad poder saber qué había dicho el profesor. Pero nada de eso importaba porque finalmente acabé la carrera y comenzaría mi andadura laboral y todo sería diferente, como no lo había sido en las etapas anteriores. Pero siguió sin ser así, cada vez quedaban más patentes las diferencias de las que sí era consciente y no me reconocía.

Fui consciente que la diferente era yo. Que el zumbido de las luces que escuchaba no lo percibían los demás. Que el parpadeo incesante de los fluorescentes no molestaba al resto. Que el chisporroteo de la pared al lado del enchufe sólo lo oía yo. Que el desodorante y la colonia de las personas de mi alrededor no molestaba tanto a los demás. Que la proximidad de los demás, el contacto, no lo percibía igual.  Recortando todas las etiquetas. Que las texturas de ciertos tejidos no producían el mismo efecto en otros. Que en ocasiones tuviera la necesidad de encerrarme y no salir. Que la sinceridad no se valoraba tanto como afirmaban, que era mejor la mentira que era incapaz de decir. Que escuchar la misma canción durante más de una hora seguida no lo hacía el resto. Que tal vez mi obsesión por el cine era algo exagerado. Que saber qué animal tiene más pelos por centímetro cuadrado era peor que no haber visto el último capítulo de determinada serie de televisión. Los abrazos debían ser dados con determinada presión y en determinados puntos concretos de mi cuerpo para realmente sentir esa sensación de alivio. Que los besos en las mejillas dejaban una sensación electrizante en la piel que me llevaban a restregar la zona, me hacían ver como desagradable. Que simplemente ser yo no estaba bien. Y dejé de serlo, durante años perdí quién era. Quería ser normal, quería ser como los demás, quería ser feliz y para ello tenía que ser como ellos.

Recuerdo bromear con mis padres acerca de mi situación social. Bromeaba diciendo que sería autista si no fuera porque sentía deseos de relacionarme con los demás, que no era totalmente carente de empatía. Ahí quedaba patente mi ignorancia en el tema, basada únicamente en los prejuicios. Mi único conocimiento se basaba en filmografía cuya base científica a día de hoy me doy cuenta que es bastante inexistente.

Hace unos 2 años de forma casual mientras leía un artículo por internet me llamó la atención el titular de otro: “Las mujeres autistas vuelan por debajo del radar”.  Empecé a leer y a seguir la cadena de enlaces que habían al final de cada noticia, hasta que una sensación de excitación me recorrió. ¿Podía ser cierto? Supongo que se convirtió en mi nuevo tema de interés y me empapé de ello,  leí experiencias de otras mujeres y me decía “esta puedo ser yo”.

Empecé mi segunda andadura con especialistas intentando confirmar mis sospechas, y me encontré lo que tantas otras antes que yo. Negación. Negaban mis sospechas, era mujer, tenía deseo de establecer relaciones de amistad, no carecía por completo de empatía y no me hacía un ovillo en la calle. Otra vez la ignorancia y los prejuicios. Así mismo, afirmaban que el diagnóstico podría servirme como etiqueta, que corría el riesgo de ponerme un escudo que me impidiera relacionarme con los demás, que podría utilizarlo como excusa. Yo no quería una excusa, quería una explicación.

Me gusta poner como ejemplo a Tarzán. Tarzán criándose entre gorilas, creyéndose uno y comportándose como tal. No es hasta que le explican que no es un gorila que adquiere un mayor conocimiento de sí mismo que le permite crecer como persona. El diagnóstico no es una excusa, nos permite comprendernos. Este año recibí el mío, ya en mi treintena. Por primera vez en mi vida sentí realmente alivio. Me quité un peso de encima del que no era consciente cargar. Me permitió rescatar el yo que había escondido durante tantos años. Me ayudó a comprender que podía ser yo. Sentí alivio de poder ser yo.